CARMEN DE MÉRIMÉE y LHARDY

Carmen, bella gitana, historia de amor, pasión y muerte, temperamento fiero, de alegre sobrado para ocultar tu tristeza o por lo menos tus desequilibrios, taberna de muchos, cielo de pocos, infierno de alguno, tu mirada me subyuga, tus labios sonrientes entreabiertos más que un cielo, tus pechos y tu cintura más que un mundo; yo te pintaría así si yo pudiera… !Cuánto he soñado con ser Don José, el tuerto, Escamillo o el cuchillo que entró en tu cuerpo! Imagino tus besos haciéndome enloquecer, tu contoneo, tus roces, tus susurros y tu voz, pero transmitiéndome todos los poros de tu piel al mismo tiempo…que yo no quiero cadenas, que tengo ligero el pie… La libertad más pura en la mujer. Eres LEAL a todos tus hombres, pero fiel sólo a ti…

Doña María Manuela Kirkpatrick, hija de un vinatero escocés y don Cipriano Palafox y Portocarrero, Conde de Teba y luego –a la muerte de su hermano Eugenio– de Montijo, tuvieron dos hijas,  Paca de Alba y Eugenia emperatriz de los franceses. La condesa fue una mujer ambiciosa y con ansias de notoriedad para ella y los suyos. Las relaciones entre ambos cónyuges fueron correctas, pero exentas de pasión y sin objetivos comunes. Tenían caracteres bien distintos, María Manuela buscaba esplendor, notoriedad y relaciones importantes y Cipriano era lo contrario, discreción, modestia y ningún deseo de ostentación. La condesa viajaba a París con frecuencia, sirviéndose de la amistad de Prosper Mérimée y de Sthendal –Henri Beyle– para introducirse en la alta sociedad francesa, donde conocieron también al restaurador Emilio de Huguenin, de padres suizos, repostero en Bésançon y restaurador con establecimiento propio en Burdeos. La amistad fue intensa y cuando Eugenia casó con Napoleón III, Prosper –ya un escritor reputado– fue nombrado senador e inspector general de monumentos históricos por el Gobierno francés.

Mérimée era un artista muy refinado y al contrario que Manuela, enemigo de todo tipo de ostentación y desmesura, de estilo literario sobrio, compacto, preciso  aplicaba gran sentido común a sus obras, siendo miembro de la Academia francesa desde 1944.

Pudiera haberse inspirado en una gitana de Gaucín para escribir Carmen, tras la historia contada por la condesa de Montijo y con las indicaciones de su amigo el escritor costumbrista de Ronda, Estébanez Calderón.

En 1830, María Manuela recibió en su palacio madrileño a su amigo Prosper, en una de las muchas visitas que éste realizaba a España, y le contó la historia de un militar navarro, pelotari en su juventud, y de una cigarrera gitana, que terminó en drama. José Lizarrabengoa, de Elizondo, en el valle de Baztán, ex-seminarista y pelotari, al acabar un partido ganado, tuvo una reyerta con un hombre y dándole un golpe con una barra de hierro, lo mató, huyendo posteriormente y alistándose en un regimiento de dragones donde llegó al empleo de brigadier. La carrera militar, le colocó un día de guardia ante la fábrica de tabacos de Sevilla. Estaba soñando con las cosas de su tierra, cuando oyó gran jaleo, adivinando que era la hora de llegada de las trabajadoras y aun no prestando demasiada atención, porque le atemorizaban las mujeres andaluzas y especialmente las cigarreras, tan desvergonzadas… –pensaba a menudo en las chicas de su tierra, tan sobrias y con el cabello siempre recogido y los vestidos tan púdicos…–, se asomó y se encontró con unos ojos que ya nunca  pudo olvidar. Los llevaba una gitana bella y provocativa –en su tierra harían la señal de la cruz a su paso–  que se aproximó a él mirándole fijamente y le lanzó las mimosas que llevaba en su pelo, que él  recogió y guardó inexplicablemente en su pecho.

Ese día se organiza una pelea en la fábrica, con heridas y sangre, y una de las involucradas es Carmen, que debe ser conducida a prisión, cometido que le asignan a Don José. Carmen le cuenta durante el trayecto camino de la prisión, que ha sido por defender la tierra vasca –­conoce algunas palabras de esta lengua– y le pide que la deje marchar. Don José la cree y se deja dar un puñetazo que permita la huida, dificultando además la acción de los soldados. Es degradado a soldado raso y enviado a prisión. Allí recibe de “su prima” un pan que contiene en su interior una lima y una moneda de oro. Tiene claro lo de su prima, pero su educación militar le impide escapar. Cuando sale de prisión, presta servicio en la puerta de la casa de un joven coronel, y allí vuelve a ver a Carmen que había ido a bailar para unos invitados del mismo. Queda con ella en una taberna al otro lado del Guadalquivir, para cuando ambos acaben, y se da cuenta de que está perdidamente enamorado. Cuando la ve, le devuelve la moneda dándole las gracias y ella lo lleva a una casa de la calle del Candilejo. Al sonar el toque de queda Don José quiere volver al cuartel, pero ella se hace la ofendida y él permanece a su lado. A la mañana siguiente, se despiden y Carmen le dice que son muy diferentes y que ya están en paz, y que la olvide.

El sigue pensando en ella y la busca, pero no vuelve a verla hasta otro día en que hace guardia frente a un agujero de la muralla de la ciudad y le intenta convencer para que deje pasar contrabando a cambio de dinero y si él no quiere –le dice–, se lo pedirá a otro oficial a cambio de un rato con ella en la calle  del Candilejo. Resignado, acepta. Cuando va a cobrar su deuda, ella le da un duro sin querer tener nada con él. Don José se va llorando y ella conmovida lo llama y se van juntos. Después desaparecerá sin dejar rastro.

Don José, desesperado, va  con frecuencia a la casa de la calle del Candilejo para ver si la ve,  y por fin un día, aparece acompañada por un joven teniente de su regimiento. Ambos hombres se enfrentan y José mata a su teniente en un ataque de celos e ira. Herido en la cabeza, es ayudado por Carmen en la huida y cuidado hasta que cura, proponiéndole, ahora que es un proscrito, que se haga contrabandista. La idea de libertad y de no tener que compartir a Carmen con nadie en la montaña, le seduce, y acepta. Pero al poco se incorpora García, el Tuerto, marido de Carmen, al que ésta ha conseguido sacar de la cárcel “entendiéndose con el médico de la misma.

Un día, sorprendidos por unos soldados, todos sueltan la carga y huyen excepto cinco, uno de ellos –el Remendado– cae herido y al ir a auxiliarle Don José, Carmen le dice que abandone al joven y el Tuerto –más expeditivo­–  le descerraja un tiro en la cara “para que no le reconozcan”. Don José horrorizado ve que inmediatamente después todos ríen y Carmen baila y toca las castañuelas y hasta le besa a espaldas de su marido.

Carmen se marcha a Gibraltar para preparar un nuevo negocio de contrabando, pero pasa el tiempo y no aparece. Don José se va a Gibraltar para intentar encontrarla y al cabo de los días deambulando,  le llama Carmen desde un balcón de la casa de un rico lord inglés y le dice que suba con la excusa de comprarle naranjas. Le habla en vasco y le cuenta que ha organizado un viaje a Ronda junto al inglés, con la excusa de visitar a su hermana. En el recorrido deben asaltarlos, dejando Don José que asome primero el Tuerto, para que sea muerto por la gente del inglés,  y que luego aparezca él para robar y matar al lord y así, los dos ricos, podrán huir juntos. José no puede aceptar este planteamiento poco honorable y decide matar a García personalmente. Organiza a su regreso una partida de cartas en donde acusa al Tuerto de tramposo, provocando una pelea a navaja que acaba con la de Don José en la garganta de su contrincante. Al día siguiente, el golpe contra el lord tiene éxito, Carmen acepta lo del Tuerto, pero le dice, que si a García le ha llegado su hora a José también le ha de llegar.

Siguen con el contrabando y con los devaneos amorosos de Carmen, pelea tras pelea y reconciliación cada vez. La vida de convivencia ya es agria, ni semidulce, peor que amarga. Un día, en una operación, Don José es herido de gravedad y Carmen, como siempre, lo cuida con gran mimo y delicadeza, hasta que se pone bien.

Carmen habla a menudo de un picador, al parecer muy valiente, Lucas Escamillo. Don José se da cuenta por los muchos detalles que cuenta, que conoce al torero y se alarma. Carmen propone o robar al picador o integrarlo en la banda, rechazando Don José las dos propuestas e instando a Carmen a que no hable más con él. Carmen le dice que basta que algo le sea prohibido,  para que lo desee más.

Carmen le dice que se va a Córdoba a buscar nuevos negocios y él la sigue, viendo que va a la plaza de toros donde Lucas le brinda una faena. El toro venga a Don José, quedando Lucas muy malherido.

Después de encontrarse en  la casa, a donde cada uno vuelve por su lado, se van juntos a caballo, ella a la grupa. Don José dispuesto a olvidar todas las infidelidades, le propone irse a América, pero ella rechaza el ofrecimiento, repitiendo  una y otra vez, que sabe que él va a matarla. Don José se va a la ermita para tranquilizarse. Al regreso,  para el caballo al borde de un desfiladero y le pregunta: “por última vez,  ¿quieres quedarte conmigo?” Ella se saca el anillo que él le había regalado y lo tira entre los arbustos contestando  insistentemente que no. Don José saca el cuchillo que le había quitado al Tuerto –el suyo se había roto en la reyerta­– y se lo clava dos veces y Carmen muere. La entierra en el bosque, donde ella hubiera querido, con el anillo y una cruz en la tumba y se entrega a la justicia.

Prosper Mérimée escribió la novela corta Carmen con este argumento, en 1845 –publicada sólo en francés en 1847–, quince años después de haberle contado la historia doña María Manuela Kirkpatrick, tras haber visitado Sierra Morena, Sevilla, Gaucín, Córdoba, Gibraltar y otros lugares de Andalucía. Logró describir de manera casi perfecta la fisionomía y orden interno del mundo gitano, a una mujer que respeta y quiere a su marido de aquella manera…, que busca sus ideales y libertad, que enamora a los hombres que le gustan, que es bruja… En 1841 traduce del ruso The Zincali, libro de costumbres gitanas que sin duda coadyuvo al conocimiento de ese mundo.

Los españoles creyeron ver en Carmen un insulto, porque consideraron esta obra como la caricaturizada visión de España de Mérimée –un francés hispanista–, nada que ver con la realidad.

Jacinto Benavente decía que Carmen era “una calumnia más del extranjero”. ”Esta funesta Carmen, con el contoneo de sus caderas, sus toreros, sus contrabandistas, sus trabucos y sus navajas, ha sido la mayor contribuyente a la representación de esa España de pandereta tan impresa en el extranjero, que nos señala como un pueblo aparte de Europa”.

Más importantes  por ser obra de un profundo conocedor de la literatura francesa, y por haber sido escritas en 1868  -veintitrés años después-, son las palabras de  Juan Valera, “donde el personaje de Carmen aparece como el prototipo perfecto de la mujer española vista por los extranjeros: Doña Sabina, la marquesa de Amaeguí, Rosita, Pepita y Juanita y otras heroínas de versos, siempre livianos y tontos a menudo, compuestos por Víctor Hugo y Alfredo de Musset, son, fuera de España, el ideal de la mujer española, de facha algo gatuna, con dientes de tigre, ardiente, celosísima, materialista y sensual, ignorante, voluptuosa y devota, tan dispuesta a entregarse a Dios como al diablo, y que lo mismo da una puñalada que un beso. La Carmen de Mérimée es el prototipo de estas mujeres, y no se puede negar que está trazado por mano maestra”.

¡Qué cosas dicen de ti, Carmen! ¿La única forma de amor es el dolor? Siempre andando por el borde del precipicio entre el amor y la muerte. Tú que te pareces a Soledad Montoya la de la Pena Negra de Lorca, menos en que tú dices siempre que   y Soledad que a ti que te importa…, ambas sin embridar. La difusora del mito sobre la mujer apasionada y libre; yo te pintaría así si yo pudiera, si con la mirada fuera de ti misma perdida en la brumosa lejanía postrera. En la frente, una arruga caprichosa, en la boca graciosa una risa ligera y en la mano una  mimosa abanderada de la primavera. ¡Carmen! Yo te pintaría así, si yo pudiera…

Muerto Fernando VII en 1833, los numerosos liberales perseguidos por el monarca y los también desterrados partidarios de José I, que coincidieron viviendo en Burdeos –principal lugar de exiliados españoles–, deciden volver a España. Muchos eran amigos del restaurador Huguenin que además del restaurante de Burdeos, tenía un café en el boulevard de los italianos de París, llamado Hardy. Animado por sus conocidos españoles y por las historias que de las gentes de España le contaba  su amigo Prosper Meérimée, decidió cambiarse el apellido tomando el de su cafetería parisina con una L inicial, pasando a llamarse Emilio Lhardy y abrir un restaurante en Madrid. Era el año 1839, el Madrid de los aguadores en las calles, el de las corridas de Francisco Arjona Herrero –Cúchares–, el del segundo Imperio, el del abrazo de Vergara entre Espartero y Maroto tras el Convenio de Oñate que puso fin a la guerra en las provincias vascas y a la primera guerra carlista, el de Isabel II con nueve años, siendo doña Cristina la Reina Gobernadora, el año de la presentación del daguerrotipo al mundo y de la primera fotografía de la luna de Daguerre. El restaurante en la Carrera de San Jerónimo se llamó y se sigue llamando Lhardy.

Fachada Lhardy 1839

Al ser del agrado de la reina que iba a menudo con sus damas, en seguida fue un restaurante deseado por las clases altas.  Gran parte de la historia de España desde 1839, se ha tramado y vivido entre sus mesas y salones, se han decidido repúblicas -a pesar de ser sitio frecuentado por Isabel II y Alfonso XII-, instauración de nuevas monarquías -Amadeo de Saboya-, restauraciones de antiguas, regencias, golpes y dictaduras. Su famoso espejo pudiera reflejar las imágenes de gentes importantes de la política, el arte, de las letras y de la nobleza.. Decía Azorín “que en el espejo de Lhardy nos esfumamos en la eternidad. Entramos y salimos del más allá”. El salón blanco con su intimismo y la fantasía del comedor japonés, parecen poder hacer que el ayer y el hoy sean capaces de fundirse en el espejo. En 1880 Rafael Guerrero, decorador, le dio una nueva fisonomía.

Y en1875 llegó la ópera dramática de Georges Bizet, basada en la novela de Mérimée,  con libreto de Ludovic Halévy y Henri Melhac, de cuatro actos,  con su habanera, seguidilla y el cuplé del toreador, estrenada con fracaso absoluto en la Opera-Comique de París. Unos meses después se llevó a Viena con gran éxito de crítica y público y allí empezó el camino que la llevaría a ser la ópera francesa de mayor éxito de todos los tiempos, poniendo fin al género de la ópera cómica. Hizo desaparecer la distinción entre ópera (seria, heroica o declamatoria) y ópera cómica (ligera, burguesa y con diálogos hablados) dejando sólo una ópera. El maestro Bizet murió a los pocos meses del estreno y no pudo vivir el éxito.

¡Mi Carmen!!Yo te pintaría así si yo pudiera…!