MIS AMORES IMPOSIBLES

Salí de casa para dirigirme a la Embajada de Egipto en Madrid,  en el corazón del barrio de Salamanca, para solicitar los visados ya que en breve viajaré a ese país.

Estaba el suelo húmedo -y yo un poco torpe- y al intentar evitar el agua que un coche al pasar me lanzó desde un charco, en el cruce de la calle Velázquez con Ayala, resbalé  dándome un buen revolcón, cayendo de bruces, y como vivo con el miedo al resbalón y que piten penalti a favor del Barcelona, obvié el dolor y me levanté de un salto. Ella se acercó para preguntarme si estaba bien, me miró a los ojos, sin que fuera posible para mí abandonarlos,  y yo le contesté “estoy bien”, aunque hubiera preferido que me envolviera con su mirada gris, sus elegantes brazos y su boca rojo brillante,  o en el peor de los casos  que me hubiera dicho “yo sé que no lo estás” y hubiese permanecido conmigo un rato. Me miró rápido y sin fijaciones, al mismo tiempo que con delicadeza y firme suavidad, con la misma que seguro  atraviesa la nube de eau de parfum que previamente ha suspendido en el aire para perfumarse y con un rápido adiós, Manuela se fue, porque estuve seguro de que así se llamaba, sintiendo el revoloteo de su gabardina al girarse rápidamente, permitiéndome entrever una falda ceñida de color negro y largo chanel, y unas piernas magníficas apoyadas en zapatos con tacón de altura vertiginosa.

Yo dejé lo de la Embajada para mejor ocasión, marchando detrás de ella; en los semáforos me paraba prudentemente a cierta distancia, admirando sus aquiles y sus perfectos gemelos que permitían adivinar unos sóleos bien dibujados, que se movían cadenciosamente provocando un contoneo celestial al que ayudaban sus puntiagudos tacones. En uno de los semáforos que hay en la plaza de la Independencia, me encontré a un amigo que con un abrazo me preguntó “¿a dónde vas?, y yo convencido le respondí “a donde vaya ella”, señalando  la espalda de la maravilla que tenía delante de mí, y que ya no me hacía falta ver para poder seguirla, sino simplemente percibir el rastro  de su extraño y magnífico olor.

Siguió andando por  los paseos de Recoletos y Prado, exhalando un ligero suspiro, de tal extraña manera que  llegó el sonido del mismo a mis oídos envuelto en papel de cielo, con un mensaje escrito “me gustaría conocer la historia del Salón del Prado” y yo contesté para mis adentros “yo te la contaré princesa”.  Al llegar a Atocha dirigió sus pasos a la salida de la carretera de Andalucía, saliendo de la ciudad por un camino paralelo a la autovía y que pasaba por la caída del Cerro de los Ángeles, ya con el sol a punto de ocultarse.

Sin detenerse y ya de noche, continuó caminando pudiendo yo seguirla por el olor que se me antojaba  a olvido, a amanecer de los castaños, a musgo umbrío y a vida por vivir. Amaneció, y pasado un tiempo vi que andábamos cerca de Valdemoro; ella seguía con el mismo paso cadencioso y de primavera explosiva, tomando un camino paralelo a la M-404 que llevaba a Ciempozuelos, y ya al atardecer pasamos el Jarama, dirigiéndose campo a través en dirección a Titulcia a cuyos arrabales llegamos ya sin luz, y seguimos hasta el fin del mundo…

Me pareció que las ramas de los arbustos se extendían a su paso intentando rozarla y los pétalos de algunas flores silvestres se desperezaban arqueándose con fuerza no exenta de gracia femenina; algo parecido al silbido del viento al mecer las ramas de los árboles sonó a modo de bienvenida. Ante mis ojos y con escasa claridad, ya que era casi de noche, apareció una casona roja de dos plantas, con un gran castaño delante y una  tumba a su lado que parecía hacer temblar los sueños del árbol con su piel arrugada por los años y una media sonrisa de resignación.

Las ventanas del piso superior estaban abiertas, saliendo por ellas y descendiendo por las paredes hasta el suelo,  temblando al ser  mecidos por el viento, varios rosales trepadores de color carmesí. que parecieron redoblar sus esfuerzos para emitir más fragancia a rosa antigua, al percibir su  presencia.

El castaño bajó sus ramas al sentir la cercanía de Manuela a modo de recibimiento, y ella devolvió el saludo a todos con un esbozo de sonrisa enigmática; abrió la puerta que no estaba cerrada, y en ese momento se le cayó algo que yo me apresté a recoger con suavidad para no asustarla. Ella entró y desapareció en el interior. Se le había caído un pequeño y manoseado libro encuadernado en rústica, que olía a tristeza, a vida vivida sin amor, a mañana de invierno nublada y que parecía atado con juncos secos muy manoseados.

Golpeé la puerta que ahora estaba cerrada con la mano –no había timbre-, susurré su nombré repetidas veces, lo grité, le dije que se le había caído un libro, que le contaría lo del Salón del Prado, que necesitaba decirle lo que mi corazón sentía…, lloré…, extenuado me dormí…, y al amanecer, aterido por el frío y la humedad, y con el corazón triste y encogido, palpé el libro que había recogido en la oscuridad: La casa de los amores imposibles de Cristina López Barrio.

Cogí una rosa rambler  de doble flor, me la acerqué a la cara, y percibí el olor de Manuela en toda su amplitud. Me senté, y tras quitar los juncos que parecían querer proteger la cerrazón con su pasada vida, lo abrí y de un tirón  lo leí , comprendiendo todo al conocer la estraordinaria historia de las mujeres Laguna.