Son las cosas de la vía, son las cosas del queré. Parte 1.

Los días transcurrían plácidamente,  encontrándome especialmente bien a tu lado, sintiendo menos numerosos mis vanos de soledad -que por otra parte me son tan necesarios-, y con permanente inquietud  juvenil, esperando que llegaran los momentos del día o de la noche en que pudiéramos dar rienda suelta a nuestros deseos más íntimos, aunque fuera al ritmo de lo que somos y no de lo que nos gustaría ser, ritmo que empecé a notar impuesto, cuando el pecho y los michelines comenzaron a llenarse de grasa incombustible, hace ya bastantes años.

Sugeriste  al mes siguiente de conocernos,  tras el encuentro casual en el campo de prácticas del Club de Campo, que podríamos vivir juntos, pero a mí, aunque ya me habían penetrado dentro de la piel, tu belleza, tu forma de mirar, tu colorido, tus escorzos imposibles y tus formas de gestionar los silencios, y habiendo superado desde hace mucho tiempo la edad en la que necesitaba la aprobación de los demás para estar seguro de mí mismo, yo que desde hace tiempo vivo solo como buen cobarde, me cuesta ceder mis parcelas exclusivas de vida,  considerando además que convivir conmigo tampoco sería beneficioso para ti, ya que soy poco dado a las concesiones para el general contento y más bien hombre algo rústico en la convivencia: es decir, mejor para los dos, vivir unos ratos juntos cada día y/o cada noche, conservando nuestro espacio pero sin abandonarnos, ya que perderte, me haría sentir, como si las sombras de los cipreses me fueran alcanzando  ya, como proemio de las paladas de tierra o de las llamas.

Aquella mañana, arreglada de tarde/noche, con la línea de ojos perfectamente marcada por tu naturaleza,   con el maquillaje de un color  que realzaba tus pómulos y daba intensidad al color de tus ojos, y con  el perfume indomable que usas con frecuencia, yo me tranquilicé al observarte, pensando que sería imposible que no ocurriera algo estando cerca de ti, mientras tu mirada recorría mi horizonte, y yo pensaba en que el mundo parecía menos hostil a tu lado; hablamos de libros y de música y me preguntaste, engreída, que como te encontraba, refiriéndote a tu aspecto.

Yo, que no quería que la respuesta se muriera dentro de mí, te dije  que estabas bellísima como casi siempre, cosa que ya sabías de antemano, porque te conoces casi mejor que nadie  y nunca sales sin inspeccionarte previa y minuciosamente.

Nos sentamos en una terraza de Jorge Juan. Pedimos un café, y hablando, decidimos hacer un viaje relámpago de tres días a Río Martíl (Martín en español, Martil en bereber, por la zona de Tetuán), en donde yo te había relatado, que en la soledad del amanecer de sus playas y con mis dieciocho años recién cumplidos, había visto a una persona deshacerse de su chilaba y entrar en el mar; aproximándome yo curioso, vi salir del agua el más hermoso cuerpo de mujer que nunca volvería a ver, esculpido en color bronce, y acercándome ya sin cautela, pude observar su rostro perfecto, sus pechos desafiantes, apenas vencida  la adolescencia, y unos ojos grandes y verdes, del color del mar de los cayos cubanos; supongo que ahora, cincuenta y tantos años después, el sueño se habrá desvanecido, y no veré en esa playa  la misma escultura saliendo del agua, pero tú, tal vez, quieras  sustituir ese sueño por otro contigo de protagonista, y reproducir en mí, esa impresión del pasado, para el futuro.

Fijamos las fechas y la forma de realizar la escapada, ofreciéndote para encargar las reservas y la organización, que atacaste de inmediato desde el IPAD, tras pedir la contraseña del wifi al camarero y otro café para mí. Terminadas tus búsquedas y reservas, y tras comentar los resultados y hacer algunas observaciones acerca del viaje, y de las mejores vías para obtener buenos precios y óptimas calidades, pasaste al tema golf, proponiéndome esa mañana ir a entrenar un rato; ibas con un traje blanco, suelto, que contrastaba con el moreno de tu piel, y colgado del hombro un patchwork en el que se adivinaban bultos de cierto peso, antojándoseme que era indumentaria poco cómoda para ir a jugar, pero me dijiste que estaba todo bien y que en el coche llevabas  unas sneakers para cambiarte las sandalias.

Así que cogimos mi coche, donde teníamos cargados los bártulos del golf y nos fuimos al Club; cuando llevábamos tirada media fortuna en bolas de prácticas, me volviste a comentar que te eludía la sensación de dejar trabajar al palo y que las bolas seguían yéndose a la derecha, abriendo,  es decir que el problema de direccionar adecuadamente la bola con los hierros largos, continuaba.

 

Era un día nublado de agosto, con nubes que amenazaban tormenta y un cierto bochorno, que hacía que se dibujara en tu piel una imperceptible pátina brillante, haciéndola brillar como si de crema hidratante se tratara en brazos y piernas. Te pedí que cogieras el hierro 5 y cuando terminaste de ponerte en el stance, te abracé por detrás ayudándote a coger el hierro, haciendo los dos -mis manos sobre las tuyas- el grip, para intentar que pudieras apreciar por donde debería entrar el palo y por donde salir, iniciando entonces ambos un backswing. Nos movimos juntos, bajando con lentitud y ritmo, haciendo algunos swings de prácticas, y en una de esas pruebas, te dije que íbamos a golpear  a la bola que reposaba plácidamente delante nuestra,  y sin dejar de mirarla, la golpeamos con solidez, sacando los brazos, elevándose la bola derecha y recia como un cohete, arrastrándonos incomprensiblemente como si un hilo invisible nos mantuviera atados a la misma, subiéndonos hacia el cielo a gran velocidad  entrando en las primeras nubes; seguimos subiendo y al rato, pareció pararse el movimiento. Estábamos en una nube/casa y su espacio interior estaba ocupado por una niebla -era lo suyo- densa y homogénea parecida a la de un baño turco, aunque al poco, pareció disminuir la densidad, dando la sensación de ambiente más ligero.

To be continued in part 2.