Los amores imposibles que sueño que quizá pude soñar. Parte 3.
El beguinaje donde entró Clementine estaba al sur de Brujas, en Ten Wijngaarde, y había sido construido en el siglo XIII; la atmósfera de sus jardines era fresca y el paisaje verde, en la orilla del Lago del Amor, siendo acariciado por una constante brisa, que hacía susurrar las hojas de los árboles en una música bella y eterna. La iglesia de estilo gótico que había sido reconstruida a finales del siglo XVI, tras ser devastada por un incendio, se situaba junto a las casas blanqueadas con cal, austeras, con frentes animados y hermosas callejuelas, rodeando un gran jardín central arbolado, donde recordarás, te recogí para nuestra huida.
Allí, te levantabas para los maitines, donde se recogía tu alma en la oración, y después del desayuno, asistíais a misa, en donde confesabais y comulgabais con más frecuencia de la necesaria. El confesor que te correspondió, de los tres que os atendían, era un sacerdote de mediana edad llamado Aelbert Van Eyden, de ojos saltones y zarcos, ligeramente alto y obeso, y de cabello rubio ralo.
Pasado un mes de tu estancia en el beguinaje, Aelbert te lanzó solicitaciones durante una de las habituales confesiones, simultaneándolas con exploraciones con sus manos sobre el mandilón negro que cubría exteriormente tu busto. Horrorizada, dejaste la confesión en ese momento y huiste corriendo, como alma que lleva el diablo.
Las solicitaciones de los confesores, fueron hábito en los tiempos del barroco y anteriores, con mujeres que querían recibir el perdón por sus pecados en la confesión, aprovechándose los confesores del implícito secreto de la misma que intentaban hacer creer a las confesadas que también para ellas era obligado, aprovechándose entonces de esa circunstancia y de ellas: eran palabras, actos o gestos por parte del confesor, para provocar o incitar a realizar actos sexuales a las confesadas, con ellos.
Denunciaste ante el obispo de Lieja lo acaecido, utilizando la mediación de una monja de la Ordinis Sancti Agustini, Cristina Ciccarelli, amiga tuya de antiguo, que servía en la cámara personal del obispo, delatando al confesor que buscaba sexo a cambio de absolución. El obispo trasladó la denuncia a la Santa Inquisición y de forma inmediata fue ordenada tu detención por el inquisidor Willen Janszoon Idle, que te acusó de libelo, posesión demoníaca, y de mentir, difamar y despreciar la Confesión Católica.
Tuviste que huir antes de que se produjera tu detención, siendo alertada por la madre Ciccarelli. Sin familia, sin patria, sin amigos y sin fortuna, pero teniéndome a mí, tu amigo, que tanto te amé y amo, que en tantos espacios volamos juntos, y que hubiera dado la vida porque tu padre hubiera permitido que nos uniéramos en vez de ordenar tu boda con el bueno de Adriaen. Cambiamos tu nombre por Manuela, mi Manuela, mi amor, mi vida… y huimos hacia el sur. Tu alegría de estar conmigo se veía empañada con la probable imposibilidad de volver a ver a tus hijos. A menudo, en tus ojos y en tu alma donde habitaban lirios, se producían lágrimas de color violeta, que me desarmaban, amándote mucho más, si hubiera sido posible.
Estuviste sometida la mayor parte de tu vida a una de las mayores tiranías que existen, la del sentido del cumplimiento del deber, pero entonces nosotros construimos nuestro espacio de memoria común, de cierta libertad y vida, y en ese espacio pudimos ser libres y jugar con nuestros sentimientos, y los felices recuerdos –que aún eran escasos-, pudimos utilizarlos para hacer más llevadero aquellos tiempos ingratos, pudiendo proyectar –sentar las bases- de un futuro mejor.
En esa época, los grandes hombres nacieron de la masa del mundo y fueron llevados a la historia y la gloria, impulsados por las circunstancias, que los lanzaron como un trampolín hacia su grandeza; sin embargo la gran mujer, naciendo también de la masa, nunca pudo pasar a la historia, porque las circunstancias no pudieron utilizarlas de lanzadera, sino más bien lo contrario, siendo para ellas un obstáculo insalvable, haciendo que incluso las más brillantes solieran quedar en la sombra más absoluta. Tú, te hubieras merecido un puesto en la élite política e intelectual de la época, por tu inteligencia, tu lealtad y tu sentido del deber, pero para mí también, por la limpieza de tu alma, tus lirios, tu belleza, tu honestidad y tu capacidad de amar.
Vivimos juntos una felicidad inenarrable en Asturias de España, hasta mi muerte a los 76 años, pudiendo descubrir ambos tras mi desaparición, tu inmortalidad. En ese tiempo que vivimos juntos, no sólo me cautivaste con tu belleza y bondad, sino por tu ansia de vivir, tu avidez de aprender, de aventura, de arbitrio y libertad, y de todas las cosas que impulsan e iluminan el apasionado brío de los jóvenes.
La vida suele tener buenos y malos momentos, pero la muerte sólo es un momento. En la vida podemos aprender de los momentos vividos, para con la experiencia mejorar el futuro o no, pero en la muerte no tenemos experiencia, sólo se muere una vez, y por tanto no podemos aprender a morir: las sensaciones para ese momento están basadas en la fe, no en la experiencia. Creo que me fui absuelto por amigos y enemigos, y desde luego inmensamente triste por tener que dejarte, mucho más que preocupado por la muerte.
Con gran esfuerzo, supiste rehacerte, y cuando la soledad y la nostalgia hicieron presa de ti, te refugiaste en nuestra memoria, ese territorio que sólo nos pertenece a nosotros, con la esperanza de que alguna vez pueda volver yo a aparecer en tu vida, tan grande fue el amor que nos unió.
Has pasado los siglos de tu eternidad buscando tu sitio y tu amor, cortando las raíces de los lirios y violetas que ataban tus ojos y tu alma a la tierra, para ver si así podías volar conmigo, y yo hoy te escribo porque podría encontrarte de nuevo, y volver a ofrecerte lo que buscas, deseando que permanezcas siempre como muy lejos a tres besos de mí, y que siempre tengamos nuestra propia y misma luna.
Te propongo recuperarnos, que hagamos posibles los amores de la casa de los imposibles, que me ates con los lirios que habitan en tus ojos a tu alma, y que volemos juntos, buscando lo que nos proporcionaría a buen seguro de nuevo nuestra comunión.
No sé cómo encontrarte, así que en vez de en una botella que proyectaba lanzar al mar de Almería, lo que escribo lo pongo por aquí, a ver si alguien lo cuelga en Facebook y lo ves, y si quieres me contestas y seguiremos amándonos. Sólo pido a quien pueda concedérmelo, que no me envíe por contestación un silencio tan sobrecogedor, que resuene en mi alma con fuerza similar a la del más terrible grito, como hasta ahora.
Ha sido torpeza mostrarme tan difuso y extenso en lo pasado –fue tan hermoso lo vivido…- y tan conciso en el relato de mis sueños de amor futuros, debiendo haber sido más profuso en los sueños que puedan venir…
Bueno pues yo ya me despido y te sigo soñando…esperándote, mi amor, Manuela.
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El confesor era un crápula, cerbatana propio de la época. Enhorabuena por tu relato.