LA MONJA ALFEREZ. Parte 1.

El linaje vasco de apellido Erauso, que tuvo posesiones en Asteasu, Fuenterrabía, San Sebastián, Urnieta y en el Valle de Oyarzun, probó su hidalguía ante las Juntas Generales de Guipúzcoa y sus Justicias ordinarias por diversos miembros de ese apellido, y alguno de ellos lo hizo también ante la Sala de Hijosdalgo de la Real Chancillería de Valladolid.

Se sabe que Miguel de Erauso el Viejo poseyó casas, caseríos, viñedos y manzanales, además de barcos que navegaban a Terranova a pescar ballenas y bacalaos, a Nantes transportando la lana castellana, o a Lisboa y Sevilla con hierro. En este último puerto vendieron sus cotizadas naves. Tenían los Erauso una posición bastante acomodada. Miguel de Erauso, el Viejo, casó tres veces. Con su primera mujer María López de Barrena tuvo dos hijos Miguel, padre de Catalina y Juan. El segundo matrimonio fue con Graciana de Aya, hermana de la esposa de su hijo Juan, Ana de Aya, y el tercero con Bárbara de Landriguer.

El capitán Miguel de Erauso, hijo de Miguel de Erauso, el Viejo, sirvió como paje de palacio durante el reinado de Felipe II en 1575. Fue allí muy considerado gracias a la influencia del obispo guipuzcoano -por entonces obispo de Cuzco-, don Sebastián de Lartaun. Más tarde, sirvió como militar en Flandes, en donde fue ascendiendo desde alférez hasta capitán siendo gravemente herido en una batalla celebrada en la zona de la pequeña población de Charnoy, que más tarde -en 1666- pasó a denominarse Charle Roy en honor del rey Carlos II, en donde se construyó una fortaleza que sería conquistada por los franceses de Luis XIV en 1667. Sus habitantes son comúnmente conocidos como Carolorégiens o simplemente Carolos, y hoy es la mayor ciudad de Valonia, ubicada a 50 kilómetros al sur de Bruselas en la provincia belga de Henao.

Tras apañarle como pudieron las heridas al capitán, fue trasladado a Madrid en donde hizo un “voto” a la Virgen de Atocha, con la promesa de entregar a sus hijos varones al ejército para sacrificarlos en defensa de la religión, la patria, y el rey, y a sus hijas, a un convento para adorar a Nuestro Señor en el caso de que sanara y en el supuesto de que los tuviera.

Ya curado, en 1582, o quizá fueran algunos años antes, se casó el capitán en la villa de San Sebastián con doña María Pérez de Galarraga y Arce, teniendo 6 hijos, dos varones y cuatro mujeres, de los cuales, yo, Catalina era la más pequeña, nacidos todos en San Sebastián. Aunque me reiteraron que había nacido en 1585, y así lo escribí en mis memorias, nunca me pareció posible, ya que si la boda hubiera sido en 1582 como decían, y ninguno de mis hermanos ni yo, fuimos ni mellizos ni gemelos, la cosa era inviable. Tras indagar mucho tiempo después en el archivo de la parroquia donostiarra de San Vicente vi que en la partida de bautismo figuraba la fecha de 10 de febrero de 1592. Quizá me bautizaran con 7 años, pero parece imposible tener 6 hijos en tres años de uno en uno. O sea que el asunto de las fechas siempre me bailó, aunque la que parece segura fue la del bautizo en 1592, tuviera yo 1 o 7 años al recibir las aguas bautismales.

El 15 de julio de 1587, mi padre Miguel de Erauso se alistó en la Nao María San Juan, del capitán Juan de Echazarreta de San Sebastián, de la escuadra guipuzcoana del almirante de Miguel de Oquendo, componente de la Grande y Felicísima Armada Española, siendo escribano de a bordo desde junio de 1588 hasta 1589.  En 1589 Miguel de Erauso fue nombrado alcalde de San Sebastián.

Cumpliendo su promesa votiva, y cuando yo tenía 4 años, fui internada junto a mis tres hermanas en el convento de San Sebastián el Antiguo, de monjas dominicas, de la que era priora mi tía doña Úrsula de Unzá y Sarasti, prima hermana de mi madre.

Por tener yo un carácter mucho más rebelde que mis hermanas, fui trasladada al convento de San Bartolomé de San Sebastián, de normas mucho más estrictas, y además de clausura, y del que era priora también una parienta de mi madre, viviendo así enclaustrada hasta que cumplí 15 años.

Después de cumplir los 14, llegó al convento una novicia viuda llamada doña Catalina de Aliri, mujer robusta de mano larga, a la que conmigo se le iba con facilidad, y con quien tuve algunas peleas que me costaron frecuentes reclusiones en mi celda.

Siendo consciente de mi falta de vocación religiosa, sin haber profesado, y harta de la reclusión permanente y de aguantar, decidí huir. La noche del 18 de marzo de 1600, víspera de San José, cuando nos levantamos a medianoche para maitines, entré en la capilla y encontré ya rezando a la priora, la que me dio la llave de su celda con la orden de traerle el olvidado breviario. Fui a su celda, tomé el breviario y vi las llaves del convento. Salí dejando la puerta abierta y marché a entregar el breviario a mi tía, a la que pedí permiso para retirarme a mi celda aduciendo no encontrarme bien.

La priora me autorizó marchando yo a su celda, de donde tomé las llaves del convento, unas tijeras, hilos, agujas, varios trozos de tela basta y unos cuantos reales de a ocho. Fui abriendo puertas y cerrándolas tras pasarlas, y en la última, dejé el escapulario, saliendo a la calle, que no recordaba haber visto, sin saber muy bien para donde ir.

Dando la vuelta a la tapia del convento, vi un bosque de castañares en la parte trasera, pasando allí varios días alimentándome de castañas y preparando ropa con las telas tomadas de la celda de la priora.  Confeccioné con las telas tomadas una basquiña azul, unos calzones grises y una túnica, y con la tela del hábito, un faldellín verde y polainas de color marrón. Me corté el pelo a lo hombre, y ya apañada, y siendo de noche, con aspecto de joven muchacho, anduve siguiendo un camino que no sabía a donde conducía durante cinco días, comiendo hierbas y algún que otro fruto del campo que hurté, hasta aparecer en la ciudad de Vitoria, muy cansada. Supe luego que la distancia andada había sido de unas 20 leguas.

VITORIA.

Allí, preguntando, supe que el doctor don Francisco de Cerralta, catedrático, buscaba un criado. Le gustó mi forma de desenvolverme y me contrató y vistió, encargándome del orden y la limpieza de sus cosas personales. Pude enterarme de que su mujer era prima de mi madre pero me guardé esa información no dándome a conocer. Al ver que leía latín con soltura, y escribía bien, quiso que estudiara. Al yo negarme, insistió en exceso hasta agobiarme lo para mí era inaguantable. Así, pasados tres meses, le cogí algunos cuartos acordando con un arriero que marchaba a Valladolid, a 45 leguas de Vitoria, que me llevaría en su carreta por 12 reales.

En Valladolid, donde estaba entonces la Corte de Felipe III, logré enseguida acomodo como paje de don Juan de Idiáquez, secretario del rey, presentándome como Francisco de Loyola. Mi señor había sido caballerizo mayor de la reina Margarita de Austria-Estiria y también de Felipe II, y era uno de los hombres más importantes del reino. Allí estuve muy bien durante 7 meses, hasta que una noche, estando de servicio con otro paje compañero, se presentó en la puerta del palacio mi padre, preguntándonos si estaba en casa el señor.

Respondió mi compañero que iría a ver. Mi padre le advirtió de la estrecha relación que les unía y que le avisase que estaba él allí. Mientras mi compañero marchó, me quedé con mi padre, sin hablar palabra, ni él reconocerme. Volvió el paje diciéndole a mi padre que subiese, yendo yo tras de él.

Salió don Juan a la escalera, y le abrazó expresando su alegría por verle. Mi padre habló de manera que denotaba disgusto, y despidiendo don Juan a una visita con la que estaba, volvió invitándole a sentarse y a beber vino, preguntándole por lo que acontecía. Mi padre le contó la huida de su hija Catalina del convento, estando desde entonces de aquí para allá intentando encontrarla. Don Juan mostró mucho disgusto por mi padre y por lo que a mí me quería, y también por aquel convento, de donde él era patrono, por haberlo fundado su antepasado don Alonso de Idiáquez, y por qué él era natural de San Sebastián.

Al oír yo la conversación marché a mi aposento, cogí mi ropa y el dinero que tenía y me fui a un mesón en donde bebí y me quedé dormida. A la mañana siguiente, me entendí con un arriero que partía por la mañana a Bilbao ajustando el precio por llevarme, aunque en realidad no sabía que hacer ni a donde ir.

Después de cuarenta leguas, llegamos a nuestro destino en donde no encontré albergue. Estando sentada cerca de la Torre Zubialdea en el Casco Viejo, en unas piedras que había en la intersección de la calle Artecalle con la Plaza Mayor, en donde se encuentra la iglesia de San Antón, unos muchachos vinieron hacia mí y me rodearon insultándome y empujándome. Cuando ya estaba suficientemente harta cogí unas piedras y herí a uno de ellos; me prendieron y me tuvieron en la cárcel un mes, hasta que él herido sanó, soltándome entonces.

Plaza Mayor o Vieja de Bilbao. siglo XVII.

Marché a Estella de Navarra, a unas veinte leguas de Bilbao, siendo sencillo acomodarme de paje de don Carlos de Arellano en cuya casa estuve dos años. Pasado este tiempo, y sin ningún motivo y estando muy bien tratada, me fui a San Sebastián, mi tierra, a diez leguas de Estella, en donde estuve sin ser reconocida, bien vestido de chico y galán. Un día acudí a oír misa a San Bartolomé, en donde vi a mi madre que no me reconoció. Era ya el año de 1603.

De allí, marché al puerto de Pasajes, a una legua, donde encontré a un capitán de nombre Miguel de Berroiz, que partía con su navío para Sanlúcar. Le solicité que me llevara, lo que aceptó por 40 reales. Desembarcamos en Sanlúcar y de allí fui a Sevilla a conocer la ciudad, y aunque me apetecía quedarme más tiempo al ver su magnificencia y belleza, volví a Sanlúcar. Conecté con el capitán Miguel de Echarreta, paisano mío, capitán de un patache de galeones, que partiría en breve con toda su flota para la Punta de Araya. Me ayudó a conseguir un puesto de grumete en el galeón del capitán Esteban Eguiño, familia mía, aunque yo seguía ocultando mí nombre, partiendo de Sanlúcar el Lunes Santo 27 de marzo de 1603 hacia el ya no tan Nuevo Mundo.

Música: Sebastián de Vivanco. O Rex Gloriae.

To be continued in part 2.