LA MONJA ALFÉREZ. Parte 5.

Al llegar a Piscobamba, me fui a ver a un amigo de Zaragoza, Juan Torrico, en cuya casa pasé varios días. Una noche, tras la cena, se montó una partida de naipes con unos amigos que vinieron jugando yo con un portugués llamado Fernando de Acosta, que perdía una vez tras otra. Al rato perdió los nervios y me faltó al respeto sacando ambos las espadas. Los presentes nos pararon y arreglaron, riéndonos todos de los piques del juego. Él portugués pagó sus deudas y se fue aparentemente tranquilo.

Tres días más tarde, de noche alrededor de las once, volviendo a casa de Torrico, en una esquina divisé a un hombre parado; tercié la capa, saqué la espada y proseguí mi camino. Llegando cerca del avistado, se me arrojó tirándome su espada y gritándome: ¡Pícaro cornudo! La voz era la del portugués perdedor, le entré una punta y cayó muerto.

Miré alrededor y no vi a nadie. Proseguí mi camino, llegué a casa y me acosté sin decir nada. A la mañana siguiente temprano vino el corregidor don Pedro de Meneses que me hizo levantar y me llevó a la cárcel acusándome de la muerte del portugués. Un escribano me tomó declaración y yo negué todo. A pesar de ello, se levantó acusación y comencé a ver testigos que no conocía. Ante testificales tan claras y numerosas se dictó sentencia de muerte contra mí. Apelé, y se rechazó mi apelación, ordenando la ejecución.

Vino un fraile tras otro a confesarme, y yo me resistí. Me pusieron un hábito y me subieron a un caballo y el corregidor respondió a los frailes que le instaban, que si yo quería ir al infierno, eso a él no le trastocaría su deber. Me llevaron por calles que no conocía a la horca, haciéndome subir varios peldaños a empujones. Me echaron el cordel delgado con que ahorcan –volatín-, que el verdugo no acababa de ponerme bien, y le espeté: ¡Borracho, pónmelo bien o quítamelo, y que lo pongan los frailes!

Estando con el lío del volatín, llegó al galope una posta de la ciudad de la Plata, despachada por el secretario del presidente, don Diego de Portugal, a instancia de Martín de Mendiola, vizcaíno, que había tenido noticias del pleito en el que yo estaba, y entregó en mano al corregidor un pliego ante un escribano en que se le ordenaba desde la Audiencia de la Plata suspender la ejecución y remitir al preso y los autos a la Real Audiencia, que distaba doce leguas de Piscobamba.

Aquí queda manifiesta la misericordia de Dios. Al parecer, los testigos de vista que declararon contra mí cayeron en manos de la justicia de la Plata, por no sé qué delitos, y fueron condenados a horca, y estando en ella, pidieron perdón al creador por haber declarado contra mí, inducidos y pagados, y habiendo jurado en falso en su declaración de aquel homicidio, y por eso la Audiencia, a instancia de Martín de Mendiola, suspendió mi ahorcamiento. Ordenó el corregidor quitarme el volatín y llevarme a la cárcel, enviándome con guardias a la Plata. Llegado allí, y estando el proceso anulado por el temor de aquellos hombres al pie de la horca, y no habiendo nada contra mí, fui puesto en libertad marchándome de nuevo a Cochabamba.

Cancha de Cochabamba.

Ya en Cochabamba, me contrató Juan López de Arguijo para resolver unos ajustes de cuentas de un negocio con Pedro de Chavarría, natural de Navarra, allí residente, casado con doña María Dávalos, hija del capitán Juan Dávalos, ya difunto, y de doña María de Ulloa, actualmente monja en la Plata. Ajusté las cuentas que salieron de 1.000 pesos a favor de mi señor, que Chavarría me entregó sin ningún problema, invitándome además a comer, hospedándome dos días en su casa.

Partí para resolver unos asuntos míos, y volví a pasar por la puerta de la casa del navarro Chavarría. Vi gente en el zaguán, y mucho alboroto dentro. Me paré a ver que ocurría, y apareció doña María Dávalos gritándome desde la ventana: ¡Señor capitán, lléveme usted consigo, que quiere matarme mi marido! Y diciendo y haciendo, se arrojó a la calle no siendo la altura peligrosa. En ese momento llegaron dos frailes y me dijeron: Llévesela usted, que la halló su marido con don Antonio Calderón, sobrino del obispo, y lo ha matado, y a ella la va matar teniéndola encerrada. Y sin ninguna aceptación por mi parte, me la pusieron en las ancas de la mula, y así partimos.

No paré hasta que llegamos al río de la Plata. Vi que el río venía demasiado grande y me pareció imposible de vadear. Ella dijo: ¡Adelante; pasad, que no hay otro remedio, y ayúdenos Dios! Procuré descubrir un vado, y por donde me pareció menos peligroso, pasamos el Plata con la afligida a las ancas. Dios nos ayudó y pasamos bien. Llegamos a una venta donde dormimos y comimos algo, saliendo al romper el alba, oteando a cosa de cinco leguas, la ciudad de la Plata.

Íbamos contentos con el descubrimiento, cuando de repente, doña María me agarró más fuerte diciendo: ¡Ay, señor; mi marido! Me volví y lo vi a caballo.

No sé cómo había podido darnos alcance, a no ser que hubiéramos dado un rodeo por no conocer el camino. En fin, desde unos treinta pasos nos disparó una escopeta, y erró, aunque poco, ya que pasaban las balas muy cerca, que las oíamos silbar. Yo apremié a mi mula y bajé un cerro sin verlo más y es que a lo mejor su caballo se rindió. Al llegar a la Plata fuimos al convento de San Agustín, a la portería, y entregué a doña María Dávalos a su madre.

Andados unos minutos con la mula volví a encontrarme con Pedro de Chavarría, que, espada en mano se arrojó contra mí sin dar lugar a razones. Entre el cansancio que yo tenía y la compasión que me producía su engaño, saqué mi espada e intenté defenderme solamente. Entramos en la iglesia con la lucha, y allí me entró dos puntas por los pechos sin haberlo yo herido, lanzándose a rematarme con un golpe de daga en la cabeza. Ya entonces, le tuve que entrar un palmo de espada por las costillas.

Ante tanto alboroto acudió la justicia, que nos quiso sacar de la iglesia. Dos frailes de San Francisco me pasaron a la suya que estaba enfrente, ayudando a ello disimuladamente don Pedro Beltrán, alguacil mayor, cuñado de mi señor, Juan López de Arguijo. En San Francisco, asistido en la curación por aquellos padres, estuve cinco meses.

Chavarría se estuvo también curando de sus heridas muchos días, pidiendo que le entregaran a su mujer, para lo que se hicieron autos y diligencias, resistiéndose ella por el manifiesto riesgo de su vida. El obispo y otros señores, decidieron que ambos entrasen en la vida religiosa y profesasen: ella, donde estaba, y él, donde quisiese.

Mi amo Juan López de Arguijo, informó al arzobispo don Alonso de Peralta, y al presidente, sobre la verdad y casualidad exenta de malicia de mi actuación en el caso, tan diferente de lo que se creía Chavarría, y que solo había socorrido a aquella mujer que se me arrojó, huyendo de la muerte, pasándola a convento con su madre, como ella lo pidió. Verificado lo expuesto, cesó la querella contra mí y prosiguió la entrada en religión de los dos. Salí de la reclusión, ajusté mis cuentas, visité muchas veces a Dña. María Dávalos y a su madre y a otras señoras de allí, las cuales, agradecidas, me regalaron muchas cosas bonitas y valiosas.

A continuación, estuve sirviendo a Dña. María de Ulloa, que agradecida por lo bien que se sintió con mis haceres, me consiguió una comisión para Piscobamba y los llanos de Mizque bien remunerada, para aclarar y castigar si procediera ciertos delitos de allí denunciados, para lo cual se me señalaron escribano y alguacil. Fui a Piscobamba, y prendí al alférez Francisco de Escobar allí residente, casado, que resultó haber matado a dos indios para robarles, enterrándoles cerca de su casa en una cantera, donde hice cavar, encontrando los cadáveres. Fue sentenciado tras analizar la causa, siendo condenando a muerte. Él apeló, siendo aceptado su recurso, trasladando el proceso a la Audiencia de la Plata. Allí se confirmó mi sentencia, y lo ahorcaron. De Piscobamba pasé a los llanos de Mizque y analicé una denuncia que estimé sin razón alguna. Volví a la Plata, di novedad de mis actuaciones, entregando los autos de Mizque y Piscobamba, permaneciendo allí unos días.

Fui a la Paz, donde la tuve con un criado del corregidor don Antonio Barraza, que me llamó mentiroso en una cosa intrascendente, y me dio con el sombrero en la cara, yo creo que imbuido de la creencia en la autoridad de su señor. Saqué la daga, y lo maté. La causa se sustanció, y teniendo en cuenta además otras acumuladas, fui condenado por el corregidor a muerte. Apelé, recurso que no me fue concedido y se mandó ejecutar la sentencia.

Estuve dos días en capilla, confesando y oyendo misa; el santo clérigo que la ofició me dio de comulgar, sacándome yo la sagrada forma de la boca poniéndola en la palma de la mano derecha gritando como un loco: ¡Iglesia me llamo, Iglesia me llamo! Todos se escandalizaron llamándome hereje.

Se volvió el sacerdote y mandó que nadie se acercase a mí, y avisando al obispo, acabó su misa. Entró el señor obispo, don fray Domingo de Valderrama, dominico, con el gobernador, uniéndose al grupo clérigos y mucha gente; se encendieron luces , trajeron palio y me llevaron en procesión hasta el sagrario. Todos se arrodillaron mientras un clérigo me cogió de la mano y la entró en el sagrario. Después me lavaron la mano varias veces y me la enjuagaron y enjugaron, marchando todos fuera la iglesia quedándome yo allí. Cerca de un mes tuvo el gobernador la iglesia cercada, y yo allí metido, al cabo del cual quitó los guardias, y un santo clérigo de allí, por orden del señor obispo, mirando primero por las cercanías, me dio una mula y dinero y partí al Cuzco.

Catedral de la Ascensión Nuestra Señora  de Cuzco.

Llegué al Cuzco, ciudad mayor que Lima en vecinos y en riqueza, cabeza de obispado, dedicada su Catedral a la Ascensión de Nuestra Señora. A los pocos días me volvió a ocurrir otro fracaso, en realidad no merecido, porque no tuve ninguna culpa, aunque inicialmente me la echaran; sucedió una noche la muerte de don Luis de Godoy, corregidor de Cuzco, caballero de grandes prendas y de los más importantes de allí. Lo mató, según se descubrió después, un tal Carranza, aunque el muerto me lo endilgaron a mi espalda, y me prendió el corregidor, Fernando de Guzmán, teniéndome cinco meses en prisión, hasta que quiso Dios, que pasado ese tiempo se descubriese la verdad y mi total inocencia, con lo que salí libre, y partí hacia Lima.

To be continued in part 6.