LA MONJA ALFÉREZ. Parte 8.

Le dije a Su Ilustrísima D. Julián de Cortázar que me gustaría volver a mi patria, donde haría lo que pareciese más conveniente para mi salvación. Y con esto, y con un buen regalo que me hizo, me despedí de él y de Santa Fe. Pasé a Zaragoza por el río de la Magdalena arriba. Caí allí enferma, y estuve a punto de morir. Después de unos días convaleciendo, salí por el río hacia Tenerife en donde acabé de recuperarme.

Allí, hallándose la armada del general Tomás de Larraspuru que partía para España me embarqué en su capitana. Era el año de 1624. El general me recibió con mucho agrado y me sentó a su mesa tratándome así hasta pasadas doscientas leguas del canal de Bahama. Allí, un día en el juego, se armó una reyerta y tuve que dar a uno un rajón en la cara con un cuchillo, y eso inquietó mucho. El general se vio obligado a pasarme a la almiranta, donde yo tenía paisanos, pero preferí ir en el patache San Telmo, del que era capitán don Andrés de Otón, y lo pasamos mal porque hacía agua y nos vimos en peligro de hundirnos.

Gracias a Dios, llegamos a Cádiz a primeros de noviembre de 1624. Desembarcamos, y estuve allí ocho días. De Cádiz marché a Sevilla en donde permanecí quince días escondiéndome cuanto pude, huyendo de la gente que acudía a verme vestida de hombre. De allí marché a Madrid, y estuve veinte días sin descubrirme. En la villa me prendieron por mandato del vicario sin saber por qué razón, haciéndome soltar luego el conde de Olivares.

Marché para Pamplona, en donde estuve dos meses, partiendo desde allí hacia Roma por ser el año santo del Jubileo Grande. Tomé el camino por Francia, y tuve grandes desventuras, porque, pasando el Piamonte y llegando a Turín, achacándome ser espía de España me prendieron, quitándome el poco dinero y vestidos que llevaba, y me tuvieron en prisión cinco días, al cabo de los cuales y no resultando ninguna cosa contra mí, me soltaron, pero no me dejaron proseguir el camino que llevaba, ni me devolvieron lo mío, mandándome volver atrás, so pena de galeras. Hube de volverme con muchas penalidades, pobre, a pie, y mendigando. Llegué a Tolosa de Francia y me presenté ante el conde de Agramonte, virrey de Pau y gobernador de Bayona, al que a la ida, había yo entregado cartas de España. El buen caballero, viendo mi estado me mandó vestir y me regaló para el camino cien escudos y un caballo.

Llegué a Madrid, y me presenté ante Su Majestad Felipe IV, suplicándole que premiase mis servicios, que llevaba resumidos en un memorial que puse en su real mano. Su Majestad me confirmó mi graduación militar y me apodó la monja alférez, remitiéndome al Consejo de Indias para gestionar mí pensión que debería ser dependiente de la Capitanía General de Chile, y allí acudí, presentando los papeles que en mis sinvivires había podido conservar.

Felipe IV de Habsburgo, rey de España.

El Consejo de Indias me atendió, y me favorecieron asignándome ochocientos escudos de renta, algo menos de lo que yo pedí. Esto fue en el mes de agosto de 1625, ya cumplidos 39 años.

Me puse a continuación en camino para Barcelona con tres amigos. Llegamos a Lérida, reposamos un poco, y proseguimos nuestro camino el Jueves Santo por la tarde y en llegando a Velpuche, y como a las cuatro de la tarde, en una vuelta del camino y por el lado derecho del mismo, nos salieron de repente nueve hombres con sus escopetas, los gatillos levantados, cercándonos y mandándonos apear de los caballos. Desmontados, nos quitaron las armas, los caballos, los vestidos y cuanto llevábamos sin dejarnos más que los papeles, para lo que tuvimos que suplicarles mucho.

Proseguimos nuestro camino a pie, desnudos y avergonzados, entrando en Barcelona el Sábado Santo de 1626 por la noche, sin saber, al menos yo, qué hacer. Mis compañeros tiraron por un lado para buscar un remedio; yo, me fui por otro, de casa en casa, contando el robo. Pude hacerme por caridad con unos viejos trapos y una mala capilla para cubrirme. Llegada la noche, me metí en un portal, donde hallé tendidos a otros miserables.

Al día siguiente me enteré que estaba en Barcelona el rey, y con él, el marqués de Montes Claros, buen caballero, caritativo, a quien conocí en Madrid. Fui a verle y le conté mis cuitas; manifestó su dolor por lo acontecido alegrándose de que hubiera salido sin daño.  Me mandó vestir y me llevó a presencia de Su Majestad el rey Felipe.

Entré y referí a Su Majestad lo sucedido tal como pasó. Me escuchó, y ordenó Su Majestad que me dieran treinta ducados de ayuda y de costa. Me despedí besándole la mano, y luego también al marqués de Montes Claros, a quien tanto le debía, sacando embarque en la galera San Martín que marchaba a Génova.

En Génova, estuve quince días, y fui ver a Pedro de Chavarría, del hábito de Santiago, veedor general. Parece que llegué muy temprano, y no había abierto. Me senté en una piedra en su puerta y estando allí, llegó un hombre bien vestido, soldado galán, con una gran cabellera, que por el habla parecía ser italiano. Nos saludamos y trabamos conversación y me preguntó: ¿Es usted español? Le contesté que sí, y respondió: Entonces, será usted soberbio, porque los españoles lo son, y arrogante. Yo le dije: yo a todos los veo muy hombres para cuanto se ofrece. Me contestó: Yo los veo a todos que son una merda. Me levanté y le espeté: no hable usted de ese modo, que el más triste español es mejor que el mejor italiano. ¿Sustentará lo que dice? me preguntó, y yo naturalmente dije: sí, lo haré. Así que salimos tras unos depósitos de agua que había por allí cerca, sacamos las espadas y empezamos a tirar, y en esto uno se puso a su lado. Le entré al italiano una estocada, y cayó. Me quedaba el otro, y lo iba agobiando, cuando llegó un hombre cojo, con buen brío, y se puso a su lado, que debía ser su amigo, y ya entre los dos me apretaban. Al ver el desajuste, llegó otro, y se puso del mío, quizá por verme solo.

Fueron acudiendo muchos, como si de una verbena se tratara Acudieron tantos, que hubo tal confusión que, sin que nadie reparara, me fui a mi galera, y no supe más del asunto. Allí me curé de una leve herida en una mano.

De Génova fui a Roma. Besé el pie a Su Santidad Urbano VIII, y me pidió que le refiriera mi historia, resumiendo en lo posible. Le conté mi vida y correrías, mi sexo y virginidad. Mostró Su Santidad extrañeza de cosas tan extravagantes para él, y con afabilidad y gentileza, me exhortó a ser honesta en adelante y a abstenerme de ofender al prójimo. Me concedió Su Santidad licencia para proseguir mi vida vestido de hombre y firmando como tal. A partir de entonces utilicé el nombre de Antonio de Erauso.

Su Santidad Urbano VIII.

Hízose mi caso notorio en Roma, y fue notable el concurso de personajes, príncipes, obispos y cardenales con el deseo de verme. En mes y medio que estuve en Roma, fue raro el día en que no fuese convidado de príncipes, especialmente un viernes que fui regalado por unos caballeros, por orden del Senado romano, y me asentaron en un libro como ciudadano de esa ciudad. El día de San Pedro, 29 de junio de 1626, me llevaron a la capilla de San Pedro, en donde vi a los cardenales y las ceremonias que se acostumbran aquel día. Todos, me mostraron notable agrado y la mayoría gustaron de dirigirse a mí.

Por la tarde, hallándome con tres cardenales, me dijo el cardenal Magalón, que lo único malo que tenía yo era ser español, a lo cual le dije: a mí me parece, señor, con la corrección que se debe a Vuestra Señoría Ilustrísima, que esa es la única cosa buena que tengo.

De Roma, me fui a Nápoles, el día 5 de julio de 1626. En Nápoles, un día, paseándome en el muelle, reparé en las risotadas de dos damiselas que charlaban con dos mozos. Me miraban con sorna, y me dijo una con mucha ironía:  señora Catalina, ¿adónde va por este barrio?  Respondí: señoras putas, a darles a ustedes cien pescozones y cien cuchilladas a quienes las quiera defender. Callaron y se fueron de allí todos al trote.

De regreso a España volví a embarcarme para las Indias, instalándome en Nueva España en 1630, en la ciudad de Orizaba, donde establecí un negocio de arriería entre las ciudades de México y Veracruz.

Monumento en Orizaba -Méjico- a Catalina de Erauso.

P.D.: Parece que Catalina de Erauso murió transportando una carga en un bote, aunque hay quien afirma que su fallecimiento ocurrió en los altos de Orizaba, sola entre sus asnos de carga. Algunos historiadores aseguran que está enterrada en la Iglesia del Real Hospital de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción de los Hermanos Juaninos, la que hoy es conocida como la Iglesia de San Juan de Dios de la ciudad de Orizaba en Veracruz.

Busto de la Monja Alférez, en el parque del palacio real de Miramar de San Sebastián, la ciudad en la que nació.

Fue Catalina de Erauso novicia convertida en militar, asesina confesa de al menos diez hombres, pendenciera, ludópata, virgen, lesbiana, y travestida. Catalina de Erauso fue uno de los personajes más singulares del Barroco y del Siglo de Oro español.

Cuando la conocí era alta y recia de talle, de apariencia más bien masculina, no tenía más pecho que una niña. Decía que había empleado no sé qué remedio para hacerlo desaparecer; parece que fue un emplasto que le suministró un italiano: el efecto fue doloroso, pero muy a deseo. De cara no era muy fea, pero bastante ajada por los años. Su aspecto era más bien el de un eunuco que el de una mujer. Vestía de hombre, a la española; llevaba la espada tan bravamente como la vida, y la cabeza un poco baja y metida en los hombros, que eran demasiado altos. En suma, más tenía el aspecto bizarro de un soldado que el de un cortesano galante. Únicamente su mano podría hacer dudar de su sexo, porque era llena y carnosa, aunque robusta y fuerte, y el ademán, que, todavía algunas veces tenía un no sé qué de femenino.

Música: Antonio de Cabezón. Cuatro Favordone. Parte 3.