Los renglones torcidos, son y deben ser castigados por los hombres, pero quizá por Dios, no.

 

Cuando surge como tema de conversación, alguna de las innumerables maldades que el género humano es capaz de cometer, y de las que nos dan puntual y exagerada cuenta los medios de comunicación cada día, no se sabe si para amargarnos, para prevenirnos o para rellenar, y si nos hemos tomado con anterioridad un par de cervezas que nos animen a entrar en el asunto, ya que sin ellas resultaría aburrido por haber expuesto la posición al respecto con reiteración y posiblemente a los mismos contertulios, siempre intento formular una teoría un tanto surrealista y posiblemente poco notable, que habitualmente la explico con rapidez y sin hilo -probablemente por las cervezas-, y que hoy me aventuro a  escribir en un intento de fijar posiciones.

El tema al que me refiero es: ¿es el  ser humano culpable y condenable por sus actos malos cometidos ante los hombres? ¿Y ante Dios?

Obviamente, ante la ley de los hombres –derecho positivo- es culpable y condenable, fundamentalmente para evitar que reitere sus malas acciones;  por otra parte  ante el derecho natural, más defensivo para el hombre -protege-, ya que es una doctrina ética y jurídica que defiende y postula la existencia de derechos humanos,  anteriores, superiores e independientes a los derechos positivo y consuetudinario –el que no está escrito: usos y costumbres-, nos quedaría ver como juzgaría el Ser Superior las acciones de maldad de un ser humano.

Antes de proseguir, la anécdota: hace escasas fechas pudimos ver en directo el suicidio ante el tribunal de la Haya  del general Slobodan Praljak, criminal de guerra bosnio-croata acusado de crímenes de lesa humanidad, tomándose una ración de veneno tras ser condenado; aquí cabe un matiz sobre la zozobra que produce en los tribunales la autoinmolación de un malo, pareciendo que lo que desean los hombres es pasear por este mundo la merecida ignominia del condenado,  cuanto más tiempo mejor, aunque a lo mejor debiera agradecerse  que se produjera  la muerte voluntaria del individuo, que conllevaría la reducción de trabajo a los tribunales,  obviando recursos varios, revisiones, reducciones de condena, etc…y de mantenimiento del individuo en la prisión -menor coste a los ciudadanos-, pero la filosofía de la justicia positiva parece ser: no sólo serás condenado por nosotros, si no que además no queremos permitir que te condenes tú mismo, aunque quieras facilitarnos el trabajo, y además, pasearás tu condena in aeternam por este mundo.

Las personas que se dedican a hacer maldades, suelen apuntar desde jóvenes –quizá por genética, ambiente familiar malo, deformación psíquica, maltrato desde niño…u otro motivo-. Naturalmente también los mayores hacen el mal, pero posiblemente lo hagan desde su juventud, o quizá les haya podido suceder algún episodio traumático, que haya podido trastornar su personalidad, que durante tantos años le hizo llevar una conducta “buena”.

Suele ocurrir, con carácter general, que los jóvenes, recién abandonada la adolescencia, sólo se preocupan de ellos mismos, detestan las costumbres impuestas, la obediencia a los mayores, desprecian las leyes, y no quieren sentirse como tuvieron que sentirse sus padres –que se lo contamos con frecuencia- ni quieren tener los mismos sueños y anhelos que tuvieron sus progenitores, que probablemente soñaron casi siempre con la justicia y la libertad.  Se preguntan ¿Y eso para qué sirve? ¿No puedo dejar a un lado todo este pamplinario e ir a lo mío y quizá maldecir casi todo? Estos momentos, podrían ser los habituales para comenzar a hacer maldades, el que elija ese camino. La adolescencia, también puede ser un momento adecuado, aunque normalmente en esas edades se suele aún estar embridado –en algunos casos no- por la autoridad paterna.

La juventud no empieza ni termina en fechas determinadas; es una percepción de la propia existencia y llega sin que nadie nos avise, no teniendo por qué ser muy agitada ni borrascosa, pero que puede llevar por caminos impensados, que a veces, desemboquen en puertos no deseados, pudiendo hacernos avergonzar y proporcionar sufrimiento, deseando corregir lo acaecido y volver a los principios recibidos. Un buen día, te despiertas y te das cuenta que ha cambiado tu perspectiva de las cosas, disminuido tu ímpetu, cesado tu estado de malhumor habitual, teniendo todo ahora un significado distinto: te das cuenta de que algo ha cambiado y sin ser aún un maduro de cuello ancho y otras adiposidades, has abandonado la juventud.

Esa fase y la anterior de la adolescencia, suelen ser las más comunes en las que se pueden abandonar con cierta facilidad los caminos rectos de las virtudes necesarias para  ser una persona completa: la honestidad, la honradez, el honor, la bondad, la resiliencia, la paciencia, la empatía, el espíritu de sacrificio, confianza y consciencia en y de uno mismo, capacidad de perdón…, virtudes que pudieran ser columnas básicas del comportamiento humano.

El anhelo juvenil de la búsqueda de La Libertad, suele adormecerse al abandonar la juventud, dándonos cuenta de que la libertad es más una capacidad interior –del alma-, que una actitud o una reivindicación constante, y que es libre albedrío del tiempo, el único bien que no puede reponerse nunca, junto a la vida; se puede ser pobre e insignificante y libre e independiente, y rico y poderoso y carecer de la mínima libertad, porque se haya perdido el entusiasmo de la vida o nos aten lazos invisibles a argollas inviolables, pero la libertad no es la que puede conducirnos en una dirección u otra del bien  o el mal; es decir, no debería creerse que el libre albedrío es la razón  que pueda hacer conducir nuestros interiores con justicia hacia un lado u otro: si todas nuestras almas tuvieran una tabla de valores éticos y morales iguales y con evolución, formación y grado de perfección idéntico, sí se podría achacar al malo, la utilización inadecuada del libre albedrío.

Porque el mal no es la acción derivada de un principio malo, sino una privación del bien, proviniendo esa privación de la falta de perfección del ser humano, que se priva a sí mismo del bien, por  abandono de su libre voluntad o albedrío.

Tampoco y de ninguna manera, puede ser el Ser Supremo responsable del mal si no es de manera negativa: no lo impide, pero tampoco lo prohíbe, y si el Ser Supremo permite el mal y crea seres capaces de hacer maldades, se debe a que Él puede extraer el bien del mal, pudiendo el mal entonces hacer resplandecer con fuerza su bondad divina. ¿ESTAMOS LOS MALOS PARA ENSALZAR LA BONDAD DEL SER SUPREMO?

No es lo que decía Epicuro: si el Ser Supremo está dispuesto a prevenir el mal, pero no puede…no será omnipotente. ¿Si está dispuesto, pero no quiere evitarlo?…será malévolo. ¿Si  no está dispuesto y tampoco quiere?…no será Dios… Ni quiere, ni deja de quererlo: el mal ensalza su bondad, pero entonces sería injusto condenar en EL ESPACIO DIVINO a los que hacen cosas malas que ensalcen su bondad en la misericordia.

Si es infinitamente misericordioso por ser Dios, jamás podrá condenar por nada, ni que nadie se condene a sí mismo por la utilización de su dirección defectuosa.

Volviendo al principio: ¿Por qué son creadas personas capaces de hacer el mal y otras no? O de otra forma ¿Por qué hay personas que sufren privación del bien y otras no?

¿Son condenables por el Ser Supremo los que hacen el mal, siendo Él su creador? Debería ser que no. Los que hacen el mal, tienen algún defecto de fabricación o sobrevenido, que les permite hacerlo, mientras que al resto, no.

No sirve lo del libre albedrío: los no malos, no eligen, simplemente no hacen el mal; los que son malos, tampoco eligen, lo hacen.

Por tanto: condena terrenal debido al derecho positivo y para protección de los demás, autorizando la autoinmolación al que la desee, y Perdón Eterno del Creador  SIEMPRE en el Más Allá, ad maiorem Dei gloriam.