La MONJA ALFÉREZ. Parte 2.
Mis deseos de aventura me llevaron a embarcar para las Indias, donde comencé vida de espadachín y soldado. Los lances a causa del juego y de las mujeres fueron abundantes, siendo herido en algunos de ellos. Mí comportamiento en el campo de batalla contra los indios fue heroico.
Partí de grumete desde Sanlúcar de Barrameda para Punta de Araya. Al ser nuevo en el oficio de grumete, me fueron encargadas las tareas más desagradables durante el viaje.
Hablándome un día durante la travesía el capitán Esteban Eguiño, mi tío, sobre cosas intrascendentes, debí causarle buena impresión, y más, al comentarle de dónde era y el nombre supuesto de mis padres que yo di. Pasó a preocuparse de mí y tuve en él gran apoyo.
Llegamos a Punta de Araya y hallamos allí unos invasores holandeses que habían podido con la escasa guarnición española, y se habían fortificado y apoderado de las salinas que allí había. Nuestra armada les atacó, venció y solo unos cuantos pudieron huir en un patache. Se dejó una guarnición no muy grande con instrucciones de construir un fuerte para evitar nuevas tentaciones a los holandeses o ingleses y el resto salimos hacia Cartagena de las Indias, permaneciendo allí algo más de una semana.
Pedí al capitán Eguiño ser relevado de la plaza de grumete y pasé a servirle personalmente. De Cartagena pasamos a Nombre de Dios, donde estuvimos nueve días, terminando de recoger la plata, y viendo que allí moría mucha gente de enfermedad, hizo el capitán apresurar a la flota en partir para España.
Nombre de Dios.
La población de Nombre de Dios fue fundada en 1510 en la costa del mar Caribe. Sin embargo, el asentamiento tuvo que ser abandonado por insalubre, siendo repoblado en 1519 para mantener contacto con la recién fundada ciudad de Panamá, en la costa de la mar bautizada en 1513 por Núñez de Balboa como Mar del Sur -Océano Pacífico-.
Nombre de Dios fue el primer puerto en el continente americano de la Flota de Indias, construyéndose tras la fundación de la ciudad de Panamá, una carretera empedrada de 80 km: el Camino Real que unía las dos poblaciones.
Nombre de Dios estaba situada cerca de una ciénaga, en un lugar difícil de fortificar, siendo primero saqueada, y después en 1596 incendiada por el pirata inglés Drake.
Después de 1596, la Flota de Indias cambió el puerto de Nombre de Dios por el que se utilizó en la cercana y fortificable ciudad de Portobelo.
Estando ya embarcada la plata recogida en los lugares mandados, y aprestado todo para partir de vuelta a España, yo le hice una sisa cuantiosa a mi tío y capitán, cogiéndole quinientos pesos. A las diez de la noche, cuando él estaba durmiendo, salí y dije a los guardas que me enviaba a tierra el capitán para un negocio. Como me conocían, me dejaron salir, y salté a tierra, pero nunca más volví. Una hora más tarde dispararon pieza de leva y zarparon para España.
Marchada ya mi flota, me acomodé allí con el capitán Juan de Ibarra, factor de las cajas de Panamá, y a los pocos días partimos hacia Panamá, donde él residía, y donde estuve sirviéndole alrededor de tres meses.
Me pagaba el capitán Ibarra casi nada, teniéndome que gastar todo cuanto a mi tío le había sustraído hasta quedarme sin un cuarto, por lo que me despedí para buscarme la vida por otra parte.
Descubrí en Panamá a Juan de Urquiza, mercader de Trujillo, y me acomodé a su servicio. Con él me fue muy bien, permaneciendo en Panamá tres meses más.
De Panamá partí con mi señor en una fragata, para el puerto de Paita, donde él tenía que despachar un gran cargamento. Llegando al puerto de Manta, nos alcanzó una gran tormenta que nos hizo zozobrar, y los que sabíamos nadar, como yo, mi amo y pocos más, salimos a tierra; los demás perecieron. En el puerto de Manta nos volvimos a embarcar en un galeón del rey que allí hallamos, y tras pagar los pasajes, nos llevó al puerto de Paita, donde halló mi amo toda su hacienda como esperaba, cargada en una nao del capitán Alonso Cerrato. Antes de partir para Saña me dejó responsable de que toda la carga la fuese remitiendo a Saña, numerada y controlada.
Me puse manos a la obra y fuimos desembarcando la carga, numerándola y remitiéndola poco a poco y con orden. Mi amo, en Saña, que dista de Paita unas sesenta leguas, fue recibiéndola, partiendo yo de Paita con el último envío.
Llegado a Saña, me recibió mi amo con gran afecto, mostrándose contento de lo bien que lo había hecho, y con mucha consideración me compró dos vestidos muy buenos, uno negro y otro de color. Me puso de responsable en una tienda suya, entregándome géneros y mucha hacienda que importaba todo más de ciento treinta mil pesos, poniéndome por escrito en un libro los precios a como había de vender cada cosa. Me dejó dos esclavos para que me sirviesen y una negra que guisase, señalándome tres pesos para el gasto de cada día, y hecho esto, cargó él con resto de su hacienda y se fue con ella a Trujillo, distante de allí treinta y dos leguas.
También me dejó escrito y advertido en dicho libro, las personas a quienes podía fiar por ser de de su satisfacción y seguras, pero asentando cada partida en el libro, tanto lo cobrado como lo fiado. Me advirtió lo del fiado especialmente para la señora doña Beatriz de Cárdenas, persona al parecer de toda su satisfacción.
Tras marchar Juan de Urquiza a Trujillo, yo me quedé en Saña con la tienda, vendiendo conforme a la pauta que él me había dejado y cobrando y asentando todo en el libro, con día, mes y año, género, varas, nombre de compradores y precios tanto de lo pagado como de lo fiado.
Comenzó la señora doña Beatriz de Cárdenas a sacar ropas, tan largamente, que yo llegué a dudar de si se debía seguir fiando, y sin dárselo a ella a entender escribí todo al amo a Trujillo. Me respondió que estaba muy bien todo, y que, con esta señora, si toda la tienda entera me pidiese, se la podía entregar; con lo cual, y guardando yo su respuesta, proseguí.
Estando yo un día de fiesta en la comedia, en un asiento que había yo pagado, un fulano llamado Reyes, vino y se puso tan delante y tan encima que me impedía ver. Le pedí que se apartara un poco, y me respondió desabridamente, y yo a él, y me dijo que me fuera de allí o me cortaría la cara. Yo me hallaba sin armas, y salí de allí revirado, atendido por unos amigos que se vinieron conmigo y me ayudaron a sosegarme.
A la mañana siguiente, lunes, estando yo en mi tienda vendiendo, pasó por la puerta el tal Reyes un par de veces. Cerré la tienda, tomé un cuchillo y fui a buscar al barbero y le pedí que lo amolara y picara el filo como una sierra, y poniéndome luego mi espada, volví, y vi a Reyes delante de la iglesia paseando con otro tipo. Le increpé diciéndole por detrás: ¡Eh señor Reyes! Se volvió, y me dijo: ¿Qué quiere? Contesté cortándole la cara con el cuchillo dándole un refilón que le valió diez puntos. Él se echó las manos a la herida; su amigo sacó la espada y vino hacia mí desenvainando yo la mía. Tiramos los dos, y yo le entré una punta por el lado izquierdo, que lo atravesó cayendo.
Entré rápido en la iglesia, en sagrado, que estaba enfrente, pero al punto entró el corregidor don Mendo de Quiñones, del hábito de Alcántara, y me sacó arrastrando y me llevó a la cárcel. Me pusieron grilletes y me ajustaron un cepo.
Avisé a Trujillo a mi amo, Juan de Urquiza, que vino lo más rápido que pudo, habló al corregidor e hizo otras buenas diligencias, con lo que fui aliviado de la prisión momentáneamente y remitido a la Iglesia de donde me había sacado el corregidor.
Dijo mi amo que para salir del conflicto y acabar con el sobresalto de que me mataran había pensado una cosa conveniente, y era que me casase yo con doña Beatriz de Cárdenas, con cuya sobrina estaba casado aquel fulano Reyes a quien corté la cara, y que con eso se sosegaría todo.
Me di cuenta de que la tal doña Beatriz de Cárdenas era dama de mi amo, y él miraba para tenernos seguros a los dos: a mí para su servicio y a ella para su gusto. Y parece que, tratado el asunto entre los dos, lo acordaron, porque después que fui restituido a la iglesia, salía de noche e iba a la casa de aquella dama, y ella me acariciaba mucho, y me pedía que no volviera a la iglesia de noche y me quedase allá. Y una noche me encerró y declaró que a pesar del diablo, había de dormir con ella. Me apretó tanto, que tuve que forcejear para marcharme.
Le dije a mi amo que de tal casamiento no había qué tratar, y él me prometió montañas de oro describiéndome la hermosura y prendas de la dama, a pesar de lo cual, persistí en lo dicho. En vista de ello, me pasó mi amo a Trujillo con la misma tienda y comodidad, y me avine a ello.
En la tienda de Trujillo fui despachando con la misma conformidad que en Saña, y con otro libro como el anterior, con el mismo modo, precios y sistema de fiados. Habrían pasado un par de meses cuando una mañana, como a las ocho, pagando yo en mi tienda una libranza de mi amo de unos veinticuatro mil pesos. Entró uno de los esclavos negros y me dijo que estaban en la puerta unos hombres que parecían traer broqueles. Me preocupé porque no esperaba ese pedido y no tenía además en consecuencia preparada la carta de pago. Mandé llamar mi amigo Francisco Zerain, que reconoció al entrar a tres hombres que eran Reyes, su amigo a quien en Saña ensarté de una estocada, y otro. Salimos a la calle, encargando al negro cerrar la puerta, y nada más salir se nos arrojaron. Quiso mi mala suerte que al amigo de Reyes le entrara yo una punta no sé por dónde, y cayó. Continuamos la pelea dos contra dos.
Al oír el alboroto llegó el corregidor, don Ordoño de Aguirre, con dos ayudantes, y me echó mano. Francisco Zerain corrió y entró en sagrado. El corregidor me arrastró a la cárcel mientras que los ayudantes se ocupaban de los otros tres. Me preguntó quién era y de dónde, y oído que era vizcaíno, me dijo en vascuence que al pasar por la iglesia mayor soltase la pretina con la que me llevaba asido, y me acogiese a sagrado. Así lo hice y el permaneció en la puerta braveando como si yo hubiera logrado fortuitamente mi suelta.
Acogido allí, avisé a mi amo, que estaba en Saña. Vino en breve e intentó mi despacho, pero no halló manera, porque al homicidio agregaron no sé qué cosas, con lo que el asunto habría de resolverse en Lima. Di mis cuentas, y mi amo me regaló dos vestidos, me dio dos mil seiscientos pesos y una carta de recomendación, y partí.
Música: Salve, REINA DE LOS CIELOS. Juan García de Salazar (1639 – 1710).
To be continued in part 3.
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